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sábado, 17 de marzo de 2012

CAPÍTULO 6: AL OTRO LADO DE LA PUERTA


CAPÍTULO 6: AL OTRO LADO DE LA PUERTA
Luz. Tinieblas. Luz. Tinieblas. Todo giraba a su alrededor a gran velocidad. Aquel parecía un lugar sin dimensión, sin tiempo ni espacio. Las tres se miraron, confusas y asustadas, sin poder hablar, sin saber cómo moverse.
No sabrían nunca cuanto tiempo pasaron en aquel vacío, pero de pronto todo se detuvo, y una nueva realidad comenzó a tomar forma delante de sus ojos. Poco a poco, las figuras de unos árboles oscuros, tétricos y de aspecto quebradizo se dibujaban ante ellas; mientras más allá, aparecía una pequeña cumbre coronada por un majestuoso castillo. Las tres amigas terminaron por caer al suelo, en el que la hierba se mecía al compás del viento.
-¿Dónde estamos? – preguntó Furia, confundida.
-¿Y cómo hemos llegado aquí? – susurró Ralta, levantándose. Ayudó a Tary y Furia a ponerse en pie y miraron a su alrededor –. ¿Acaso nos hemos teletransportado?
Tary miró a su alrededor, percibiendo la inquietud de sus amigas, que iba cada vez a más. Furia había comenzado a retorcerse los dedos, como hacía cada vez que se ponía nerviosa; y Ralta caminaba en círculos, estirando y enrollando sus rizos con los dedos.
-Conservad la calma, por favor. Es evidente que no estamos en casa. Me atrevería a suponer que estamos en Go.
-¿Y qué demonios es Go? – preguntó Ralta, molesta. Como en muchas ocasiones, aborrecía la calma y los aires de inteligencia con los que hablaba su amiga.
-La mujer de nuestra misión, Shina, la hermana de Shaira, se había escondido en un lugar que no conocemos. Y yo, no sé vosotras, pero no conozco este lugar.
-¡Ni que conocieras todo el mundo! Podríamos estar en… China, o Perú, y no conocemos esos lugares – replicó Ralta. Detrás de ella, Furia asintió, coincidiendo con sus palabras.
Tary resopló y les señaló el cielo.
-¿En serio creéis que desde Perú se ven cuatro lunas?
-¡Aiba! – exclamó Ralta, sorprendida.
Era cierto. Aun parecían quedar unas horas de luz, pero en el cielo se atisbaban las figuras de cuatro lunas. En seguida, Tary y Ralta comenzaron a hablar, con nerviosismo, tratando de saber qué podían hacer. Mientras, Furia estaba mirando muy atenta entre los árboles.
-Lo que debemos hacer es marcharnos de aquí enseguida, no deberíamos estar sin Siril… Si es aquí donde está esa mujer, Shina, corremos peligro – dijo Tary.
-Pero supongo que para irnos, primero tendremos que saber dónde estamos – suspiró Ralta, en tono agotado.
-¿Por qué no les preguntamos a ellos? – sugirió Furia, señalando dos figuras que se escondían tras los árboles. Las otras dos chicas siguieron con la vista la dirección que ella les indicaba.
Se acercaron, con lentitud a la gente, sin saber cómo reaccionarían ante su presencia. Cuando estaban a escasos metros, vieron como una de las personas que había allí salía de detrás del árbol tras el que se escondían, enarbolando una rama.
-¡Fuera! ¡Marcharos de aquí! La reina se enfadará si os ve.
-¿La reina? – cuchicheó Furia.
-Oíd, no sabemos dónde estamos, así que no podemos irnos. ¿Podéis ayudarnos? – les dijo Ralta, con voz conciliadora.
La persona más pequeña, quiso salir de su escondrijo para hablarles, pero el mayor se lo impidió. Comenzaron a discutir entre ellos en voz baja, pero finalmente pareció salirse con la suya el pequeño.
Los dos salieron de entre las sombras de los árboles para dejarse ver.
Las tres amigas se sorprendieron al encontrarse con dos niños, el mayor de unos catorce años y el pequeño, de siete, más bajitos de lo normal y de piel ligeramente azul, moteada de blanco, ojos negros como pozos sin fondo y cabellos blancos. Además de la rama, el mayor llevaba algunos utensilios de caza bastante rudimentarios.
-Estáis en Go – les dijo el pequeño, con voz chillona.
-No deberíamos estar hablando con ellas, hermanito. Vámonos o se hará de noche y tendremos que volver a casa sin nada que comer – le susurró su hermano mayor.
-¿No podríais ayudarnos a volver a nuestro mundo? No somos de aquí – les dijo Tary, con un tono dulce y amigable.
-Se nota que no lo sois… ¡Oh, venga! Vámonos, hermano. Si la reina se entera de que estamos hablando con esta gente – se estremeció al mencionar a la reina – no sé lo que nos haría.  
-Pero no podemos dejarlas aquí solas, hermano. Si las llevamos a casa nadie se enterará – le dijo el niño a su hermano mayor, casi suplicando –. Mamá siempre decía que debíamos ser buenos y ayudar a quienes lo necesitan.   
El mayor lo miró con dureza y le dijo, muy serio:
-No deberías mencionar a nuestra madre para chantajearme de esa manera – después suspiró con pesadez, y cedió –. Está bien, pueden venir. Pero se marcharán en cuanto sepan cómo volver a su mundo.
-¡Muchas gracias! – exclamaron las tres.
-No me las deis a mí… Vámonos, antes de que anochezca.
Los cinco comenzaron a caminar entre los árboles, guiados por el mayor de los hermanos, mientras el pequeño parloteaba animadamente con las chicas. No paraba de preguntarles cosas sobre dónde ellas venían, lleno de curiosidad.


Algo lejos de allí, en los sótanos del casillo que coronaba la cumbre, Shina se estremeció de placer. Eclipse, que se encontraba con ella, se dio cuenta de la sonrisa repentina de la bruja y le preguntó:
-¿Qué ocurre ahora, Shina?
-¿No me digáis que no lo habéis sentido, majestad? – Eclipse frunció el ceño, molesta por el tono de la mujer –. El espacio se ha agitado, se ha doblado, y ha traído sangre nueva a vuestro mundo.
-Sí que he percibido algo extraño en el ambiente, pero es Kiv quien reconoce mejor esas cosas. No obstante, se dedica en parte a vigilar que nadie sale de este mundo.
-Pero esto no era un movimiento de salida, sino de entrada – recalcó Shina.
-¿Quién iba a querer venir a este mundo? ¿Qué está buscando? – se preguntó la reina, pensativa.
Shina soltó una risilla teñida de amargura.
-¿Acaso no lo adivináis? – le preguntó, alzando las cejas.
Los ojos de Eclipse se abrieron al caer en la cuenta y soltó una maldición por lo bajo. Después se asomó al pasillo y dio un grito. Enseguida apareció un soldado, diligente.
-Organiza tres patrullas ya mismo. Bajaremos a la villa. Al parecer, unos enemigos que amenazan nuestro mundo y mi reinado se esconden allí.
-Se hará como ordenéis, señora – dijo él, con una reverencia, justo antes de alejarse con la misma presteza con la que había acudido.

En cuestión de minutos, las tres patrullas y la comitiva de Eclipse estaban listas. Entrarían en el pequeño poblado por separado, cada uno por uno de los cuatro puntos cardinales. Así sería mucho más fácil atrapar a los intrusos.
Eclipse, subida a un espléndido carro del que tiraban dos caballos negros, mucho más grandes de lo normal, aguardaba con paciencia a recibir la señal de que las patrullas alcanzaban sus puntos de posicionamiento correspondientes para comenzar a estrechar el cerco.
-Estoy listo para atacar en cuanto me deis la orden, mi señora – le dijo el cochero, con una voz fría y aterradora que hizo que los caballos pifiaran, asustados.
-No me cabe duda, ¿pero cuánto tiempo llevas sin descansar?
-Solo tres días, puedo aguantar más. Quería acabar mi trabajo rápido. Esas alimañas estaban pidiendo la muerte a gritos; no podía negarles sus peticiones – los caballos volvieron a pifiar, y uno se encabritó e intentó escapar. Sin hacer ni un solo gesto, el cochero detuvo al animal.
Eclipse, que se había agarrado al carro por si acaso, lo miró sorprendida.
-¿Cómo…? – empezó a preguntar.
-En lo que se refiere a las criaturas inferiores, ya he descubierto el auténtico poder de la serpiente. Puedo dominarlos sin la necesidad de haber establecido contacto visual con ellos anteriormente – le explicó con voz queda. Un pitido muy agudo, solo audible por él, rasgó el aire. Minutos más tarde, lo hicieron los otros dos. Él se cubrió la cabeza con la capucha de su capa negra y dijo –: Ya han dado la señal. Es hora de irnos.
-Adelante – indicó Eclipse.
El carro avanzó en dirección a la plaza central de la pequeña villa rodeado de los cuatro soldados que componían la guardia personal de la reina. El sol prácticamente ya había desaparecido, y la inminente oscuridad intentaba ser compensada con hogueras, velas y antorchas que alumbraban las casas, de las cuales salía la gente. Sus caras representaban una mezcla de sorpresa, miedo y respeto; y aunque intentaban caminar con la mayor serenidad posible, no tardaron en aparecer los empujones, los insultos, las acusaciones… y eso acabó causando el pánico colectivo.
Eclipse resopló, molesta, y oyó como Kiv, oculto bajo su capa, mascullaba algún improperio. “Tranquilo”, pensó ella, sabiendo que captaría su pensamiento. La gente corría de un lado para otro, sin saber a dónde y o qué hacer. Solo sabían que no querían quedarse quietos y ser el centro de atención de Eclipse.
-Así de descontrolados será más difícil… ¿Crees que podrás hacerlo?
-¿Encontrar una mente extraña en este batiburrillo de gente? – preguntó Kiv, con cierto humor –. Me considero capaz de hacerlo. ¡Vosotros! – les dijo a los soldados –. Estad bien atentos por si veis a alguien extraño.
Los cuatro asintieron y pusieron todavía más atención a su búsqueda. Kiv desenfundó una daga y la aferró con las dos manos por el filo. Eclipse, aunque no lo veía porque estaba de espaldas a él sabía lo que estaba haciendo. Sabía que, aunque tenía los ojos abiertos, había entrado en un estado parecido a un trance en el que su mente se movía a toda velocidad entre el barullo de gente, buscando a los extraños. Las finas heridas de sus palmas le producían el dolor necesario para permanecer atado a su cuerpo y no desvanecerse mientras realizaba su búsqueda.
Eclipse se sobresaltó. Kiv había soltado la daga de repente y señalaba a un niño entre la multitud. Al mismo niño que uno de sus soldados. El joven asesino y el soldado intercambiaron una mirada rápida, y este último salió a por el niño con uno de sus compañeros.
Regresaron enseguida; lo subieron al carro y salieron de allí, rápidamente.  
-Pero si este crío es de aquí – se quejó Eclipse, con disgusto mientras uno de los soldados pasaba a tomar las riendas de los caballos.
-Actuaba de forma sospechosa – dijeron a la vez Kiv y el soldado que había reparado en su presencia. Segundos después, el asesino se desvanecía, acusando el agotamiento acumulado.
-Daba la sensación de que buscaba a alguien. Ese alguien vendrá a buscarlo, mi reina, os lo aseguro – le dijo el soldado.
Eclipse suspiró y musitó un débil “eso espero” mientras se acercaban a la entrada de los subterráneos que llevaban más rápidamente hasta el castillo.


Cuando habían entrado al pueblo, después de casi una hora de camino, se habían visto sorprendidos por cientos de personas que salían de sus casas, corriendo y gritando. Irremediablemente, habían acabado separados debido a la corriente de gente.
Pero después del caos, llegó la calma, y poco a poco la gente regresaba a sus casas, todavía con el corazón en un puño. Rápidamente se extendió el rumor de que la reina había bajado al pueblo porque estaba buscando a alguien, y se había llevado a un niño con ella.
-Otro inocente más para alimentar a su dragón. Maldita caprichosa – decían muchos.
Tary, Ralta y Furia, que habían acabado cada una por un lado, arrastradas por la repentina marea humana, se encontraron en el límite de la pequeña villa para buscar a los dos hermanos.
La noche terminó de cerrarse y las cuatro lunas de aquel extraño lugar brillaban en el cielo nocturno salpicado de estrellas. Apenas había gente ya en las calles del pueblo, así que decidieron entrar a buscarlos. No les costó mucho dar con el mayor de los hermanos, que hablaba con un hombre en la calle.
-…, y eso es lo que he oído, no puedo decirte nada más. Lo siento, chico.
Cuando el hombre se fue, las tres se acercaron al chico.
-¿Qué ocurre? – preguntó Ralta, preocupada.
-¡Vosotras sois lo que ocurre! Maldita sea… La reina se ha llevado a mi hermano. Oh, dioses, ¿qué será de él? – se lamentaba.
Las tres se miraron, incómodas, sin saber de dónde sacar palabras de consuelo para el muchacho. Al fin y al cabo, ellas les habían metido en aquel lío. Tary tragó saliva y cogió aire.
-Nosotras os hemos metido en este lío, y nosotras os sacaremos de él.
-¿Pero qué estás diciendo, Tary? – le susurró Furia, asustada.
-Chicas, en este mundo tenemos más poder que en casa. Podemos hacerlo. Yo al menos, voy a hacerlo. Se lo debemos a estos chicos.
-Pero… – intentó replicar Ralta.
-¡No hay peros que valgan, chicas! No podemos dejarlos tirados – Tary parecía auténticamente convencida. Ralta suspiró, sabiendo que no sería capaz de hacerle cambiar de opinión. Sin embargo, Furia inclinó la cabeza y dejó que el pelo le cubriera la cara. Le temblaba el labio, tiritaba, y parecía a punto de llorar.
-Furia, ¿qué te pasa? – le preguntó Ralta, con cariño.
-Yo… t-tengo mu-mucho miedo… ¿No os habéis parado a pensar en que podemos morirnos aquí? – conforme hablaba, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos.
Ralta la abrazó para mostrarle su apoyo, mientras le dirigía a Tary una mirada con la que le decía “ves lo que has conseguido”. Después de consolarla un poco, llegaron a un acuerdo. Irían a hablar, solamente hablar, con Eclipse para que liberara al pequeño.
-¿Qué hacemos ahora? – preguntó Furia, secándose las lágrimas.
-Venid conmigo, os llevaré a nuestra casa; iremos mañana a buscar a mi hermano.
-Muchas gracias,… ¿cómo te llamas? – dijo Ralta, al darse cuenta de que todavía no sabían cómo se llamaba su anfitrión.
-Soy… soy 600. Mi hermano es 601. Exacto, – les dijo, al ver sus caras – no tenemos nombres, solo números que nos identifican. Para la reina, prácticamente no somos personas; somos poco más que animales.
-Cuanto lo siento – musitó Tary.
Siguieron a 600 por las callejuelas del pueblo hasta una pequeña y cochambrosa vivienda de una sola planta. Allí, su anfitrión las acomodó como pudo con mantas por el suelo para que pudieran pasar la noche.
Se levantaron a la salida del sol, dispuestos a partir hacia el castillo de la reina y aclararlo todo.
-Me siento como si estuviéramos de campamentos – comentó Ralta, bastante más animada que el día anterior.
-Pues yo estoy molida… Me duele todo – se quejó Tary, estirándose y echándose al hombro una bolsa con algo de comida para el corto viaje.     
Caminaron sin incidentes hasta el pie de la montaña en cuya cima se encontraba el castillo. Ninguno de los cuatro pudo evitar el escalofrío que les produjo contemplar aquella magnífica construcción de piedra, que se imponía sobre ellos.
-Es como si nos dijera que no vayamos… – lloriqueó Furia.
-Hace años todo el mundo lo consideraba una obra de arte, casi comparable a la arquitectura élfica. Ahora no es más que un montón de piedras que parecen ocultar la muerte detrás de sus muros – comentó 600 al escucharla.
Se internaron en el bosque de pinos que cubría la ladera de la montaña y servía de cierta protección para el palacio. Mientras ascendían, con cierta lentitud para no cansarse excesivamente, el muchacho les contó algunas leyendas sobre las oscuras criaturas que habitaban aquel bosque.
Finalmente, y tras cerca de tres horas andando, llegaron al portón del palacio sin haber sufrido ningún incidente. Custodiando la puerta de gruesa madera, protegida por placas y ricos detalles de metal, se encontraban dos guardias armados hasta los dientes. En cuanto los vieron aparecer entre los árboles aferraron sus armas y las desenvainaron con fiereza.
-Solicitamos una audiencia con la reina Eclipse de Sol – dijo Ralta, intentando que su voz sonase firme, tal y como había ensayado durante el camino. 600 les había dicho que, en teoría, la reina de Go tenía la obligación de atender todas y cada una de las audiencias que su pueblo le solicitara.
Los dos guardias intercambiaron una mirada rápida y ambos tocaron sendas campanillas colocadas a los lados de la puerta. Los instrumentos repiquetearon y las puertas se abrieron. Tras ellas aparecieron tres guardias más que les hicieron un gesto para que los siguieran.
Recorrieron lo que, a su parecer, fueron infinitud de pasillos, todos ellos llenos de alfombraras, cuadros, ventanas, cortinas, candelabros, y siempre escoltados por los tres guardias. Finalmente llegaron a unas puertas de marfil exquisitamente talladas, de las que brotaba una melodía preciosa. Los guardias parecieron dudar unos instantes antes de decidirse a abrir las puertas, como si temiesen algo al hacerlo.
Cuando abrieron las puertas, lo que vieron los dejó impresionados. Tras aquellas puertas había una sala pequeña y acogedora, pero bellísima. En su interior, una mujer de cabellos rizados y morenos tocaba un piano de cola de madera negra, con las teclas de marfil y azabache. Detrás de ella, un enorme ventanal con vistas a un gran bosque dejaba que la luz inundase la estancia. Una de las paredes estaba toda recubierta por unas estanterías llenas de libros de todos los tipos, grandes, pequeños, antiguos, gruesos, polvorientos… A parte del magnífico piano de cola, hubo otro objeto que les llamó la atención, situado en una esquina de la habitación. Se trataba de una mesa de madera de roble, sobre ella una lámina cuadrada y fina de oro y encima de esta un tablero de ajedrez de cristal. Las piezas hechas a mano eran tan exquisitas que podrían estar en un museo, unas de cristal blanco y otras de cristal negro.
Estaban tan impresionados con aquella sala que no se fijaron en que un lobo, de un pelaje negro como la noche, dormitaba a los pies de un sillón.

Eclipse siguió tacando el piano, haciendo caso omiso de las personas que aguardaban tras ella. Por el rabillo del ojo vio que Kiv seguía dormido en el suelo. Estaba terriblemente agotado. La noche anterior había llegado inconsciente al castillo y le había sido imposible interrogar al mocoso que habían atrapado. Pero eso a Eclipse poco le importó, y ordenó que fuese conducido al semisótano del norte, donde guardaba a uno de sus más preciados tesoros.
La música era lenta y deprimente, y contaba una historia que su hermana le contó hacía ya muchos años. Un trovador enamorado de una princesa inventaba formidables historias para conseguir impresionarla, pero la princesa no le quería. Entonces estalló la guerra, con tan mala fortuna que la princesa lo perdió todo. Estaba sola en la calle cuando escuchó una canción que contaba como un trovador, con todas sus canciones y fantásticas historias había alcanzado tal fama que vivía en un gran palacio. La princesa supo que aquel era “su” trovador y fue a buscarlo. Removió cielo y tierra por encontrarlo, y lo que comenzó como algo que necesitaba por conveniencia acabó por convertirse en obsesión.
Pasaron muchos años hasta que la princesa encontró al trovador, pero él la rechazó con las mismas crueles formas que ella. Sin embargo, la verdadera razón por la que la rechazaba era porque si estaban juntos no conseguiría seguir inventando canciones e historias de amor para ella. La princesa se suicidó por el dolor que le produjo con conseguir lo único que había llegado a desear de veras; y el trovador, sin mujer a la que cantarle, lo perdió todo y volvió a su ruina inicial.
-¿Conclusión? – le había preguntado Edel. Ella se encogió de hombros sin saber qué decir –. El amor es traicionero, hermanita, no lo olvides. Puede traerte lo mejor, o lo peor. Pero lo mejor es no hacer un drama de ello, como los dos tontos de la historia, sino poner buena cara, dar un paso al frente y luchar por la vida, que solo hay una.

Con unos últimos acordes graves y melancólicos, Eclipse dio por terminada la canción y aquel lejano recuerdo. Se levantó de la banqueta con elegancia y recogió las partituras en su lugar de la estantería.
Por primera vez, se volvió hacia sus invitados, mostrando su rostro, en el que se contraía una mueca de desprecio y hastío.
-Qué ilusión, tengo invitados – comentó con desgana e ironía la soberana. Chasqueó los dedos y aparecieron tres sillitas para que se sentaran.
-Disculpe señora, pero somos cuatro, no tres – comentó Ralta, intentando que su voz no sonara demasiado agresiva.
La mujer arqueó una ceja, dando a entender que aquello le importaba bien poco, y se sentó en el sillón a cuyos pies dormitaba el lobo. Le acarició las orejas y el animal despertó del todo. Vigiló, con sus grandes ojos verdes como las chicas se sentaban y el chico se quedaba de pie, detrás de ellas.
-Vosotras no sois de aquí – dijo Eclipse, con seguridad –, y tú, maldita escoria traidora, ¿qué haces con ellas? ¡Oh, ya lo entiendo! – exclamó de pronto, sobresaltando incluso al lobo –. Tú eres familia de ese niño que encontramos ayer. Sí, tenéis el mismo ridículo patrón de manchas sobre la nariz… ¡Con razón actuaba de forma sospechosa! Ayudasteis a estas extranjeras.
El lobo emitió un suave gruñido, mostrando los colmillos, cuando Eclipse apretó el puño con rabia y murmuró entre dientes:
-Malditos y estúpidos semihumanos… ¡Qué raza más inútil!
Tary entrecerró los ojos, desafiando con la mirada a la mujer, mientras Furia se removía en el sitio, inquieta y nerviosa; se tranquilizó en parte cuando sintió que 600 le oprimía el hombro.
-¡Lárgate! – le ordenó al animal, que se levantó con lentitud y salió por la puerta, no sin antes agachar ligeramente la cabeza y las orejas, como si realizara una reverencia a su ama –. Bien, habéis tenido las agallas de venir a hablar conmigo. Hablad.
Las tres se miraron preguntándose quién iba a hablar. Furia se escondió detrás de su pelo, dándoles a entender que ya hacía suficiente con no haber salido corriendo de allí. Fue Tary la que se decidió a hablar.
-Queremos que libere al hermano de 600, y que entregue la corona. Usted no es una buena reina para este lugar.
Eclipse soltó una larga carcajada, sujetándose las costillas, y las miró casi con lágrimas en los ojos a causa de la risa.
-¿Estaréis de broma, no? Que petición tan ridícula… Marcharos de aquí antes de que me arrepienta de dejaros con vida.
Furia hizo ademán de levantarse, precipitadamente, pero Ralta la detuvo con un gesto.
-No nos marcharemos hasta que lo haga – le dijo Ralta. Tras ella, Tary asintió con decisión.
-Vaya, en ese caso, será mejor que os quedéis aquí para siempre – amenazó la mujer, poniéndose en pie –. ¡Shina! ¡Kiv!
Las tres chicas se levantaron de sus sitios, casi impulsadas por un resorte, y vieron como las puertas de la sala se abrían de par en par, con violencia. Una mujer, de aspecto cadavérico y una melena que se agitaba con vida propia, y el lobo de antes los cercaban, atrapándolos.
Furia chilló y, sin quererlo, expulsó fuego por las palmas en dirección a los dos recién llegados, que tuvieron que apartarse para evitar ser calcinados por las violentas llamas.
-¡Vamos! – les gritó Tary, agarrando a Furia y a 600 del antebrazo.
Los cuatro salieron corriendo por los pasillos del castillo, sabiendo que contaban con una momentánea ventaja, pero enseguida estarían inmersos en un laberinto del que tendrían que huir de alguna forma. Oían como los seguían, corriendo tras ellos. Tary era la que más deprisa corría, seguida de cerca por 600. Furia y Ralta apenas podían respirar y seguirles el ritmo, pero si se quedaban atrás… No querían ni pensarlo.
Llegaron a un pasillo más ancho que acababa por dividirse en seis más estrechos. Los cuatro se miraron nerviosos, sabiendo que tenían que tomar una decisión rápida.
-Dividámonos. Tal vez podamos despistarlos – les dijo Ralta, saliendo por uno de los pasillos.
Los otros se miraron. Tary y 600 se fueron por otro pasillo, y Furia se fue sola. Antes de echar a correr, Furia oyó la voz de Ralta, resonando por el pasillo por el que había desaparecido, deseándoles suerte.

Segundos después, sus perseguidores alcanzaron el punto en el que los chicos se habían dividido. El lobo se detuvo y olfateó el aire. Aulló, desgarrando el silencio que poblaba los pasillos, y señaló con el hocico los caminos que habían seguido sus prisas. Cada uno siguió un camino distinto.

600 y Tary corrían ahora mucho más rápido sin tener que ir al ritmo de Ralta y Furia. Sin embargo, ambos empezaban a acusar el cansancio, les faltaba el aire, les temblaban las piernas… Solo oían sus propias pisadas y alientos desbocados, resonando por el vacío corredor, que parecía adentrarse en la tierra sin remedio.
-No deberíamos estar bajando, ¿cómo vamos a salir de aquí sino? – se dijo Tary, preocupada. Volvió hacia atrás, intentando comprobar si alguien los seguía. No vio nada, pero tenía la certeza de que los seguían.
Con forme corrían pasillo abajo, notaban como la temperatura ascendía y, poco a poco, las paredes temblaban. Acabaron por llegar hasta unas enormes puertas de madera chamuscadas. No había ninguna otra salida posible, así que entraron, aunque les costó mover las pesadas puertas.


No oía pisadas pero sabía que el perro la perseguía. Vio una puerta entreabierta y entró, bajó a toda prisa por las escaleras, pero se llevó una decepción al ver que era una sala pequeña y completamente vacía. Quiso salir, pero era demasiado tarde, el perro la esperaba en la puerta, gruñéndole y enseñándole los colmillos.
Ralta dio un paso atrás y preparó su ataque, una esfera de color fucsia salió de sus palmas. El perro saltó escaleras abajo para evitar el ataque, en pleno salto se transformó en un chico se unos diecisiete años. Su mata de pelo castaño oscuro tapaba un poco sus ojos de color verde. Vestía de negro. La chica lo miró, según su criterio era muy guapo, pero había algo en sus ojos, algo oscuro y tenebroso... “Sus ojos”, pensó Ralta mientras los miraba. El chico aprovechó y se lanzó contra ella. Con una gran rapidez y una facilidad insultante la agarró de las muñecas y la levantó en el aire. Ralta, muy asustada, se dio cuenta de que no podía usar sus poderes ni moverse, estaba paralizada. El chico hizo aparecer una espada y la colocó muy cerca del cuello de Ralta, ella notó que el metal estaba congelado.
Él la miró con interés. La veía temblar, presa del pánico. Le había mirado a los ojos y estuvo seguro de que había visto en ellos lo mismo que todo el mundo: un brillo asesino, un brillo que les decía que iban a morir. Un rápido vistazo a su presa le indicó que era una muchacha más joven que él, de rostro bonito y amable – aunque en aquellos instantes, solo mostraba una máscara de miedo – con unos ojos grandes y expresivos, y unos labios jugosos. Llevaba una capa sobre los hombros que resultaba un incordio. Con un gesto rápido, golpeó el cierre y la capa cayó al suelo.
-¿Q-Qué quieres? ¿Quién eres? – consiguió preguntar la chica muy asustada.
Le temblaba el labio inferior. En realidad, temblaba toda entera; incluso parecía estar a punto de llorar. Algo se sacudió en su interior. “Tranquilo”, se dijo, “Hay tiempo para todo.”
-Si fueras tú quien sujetara la espada, podrías esperar respuestas – le dijo el chico con un tono frío, pero a la vez sonaba algo burlón –. Sin embargo, no puedes temerme si no sabes quién amenaza tu vida, Ralta – notó como toda ella se estremecía al pronunciar su nombre –. Kiv. Kiv es mi nombre. 
Ralta observó con estupor como la espada que sostenía con la mano derecha desaparecía y él se acercaba para acariciar el talismán que Ralta llevaba al cuello. Le rozó la piel con los dedos, apenas durante un segundo, pero Ralta sintió que un desagradable escalofrío la atravesaba. Él tenía los dedos muy fríos, tal vez por aquella espada que acababa de desaparecer. Kiv aferró el colgante y tiró de él para arrancárselo del cuello. Ralta ahogó un gemido de dolor y sintió como la fuerza y la magia que el talismán le transmitía se perdía.
Se sintió totalmente perdida y volvió a mirarlo a los ojos. De nuevo, aquellos ojos, de un verde tan intenso que no parecía natural, le dijeron que era imposible salir viva de aquel enfrentamiento. No comprendía por qué, pero algo le decía que aquellos ojos de mirada fría e inhumana, llevaban la muerte escrita en ellos.
Del cinturón, Kiv sacó una daga y comenzó a pasearla por el cuello de Ralta. La chica cerró los ojos, no podía más. Sentía las afiladas caricias de la daga recorriendo su cuello, lenta y suavemente. Kiv le recordaba a un gato, que jugaba con sus presas antes de matarlas. No tenía ni idea de cuánto disfrutaba el joven de aquel momento. La veía con los ojos cerrados, las lágrimas a punto de brotar de ellos, el labio inferior temblando… Aquello era pura tortura psicológica. Las presas sabían que iban a morir, pero no sabían cuándo.
-Es una niña bonita – se relamió Kiv, pensando en cuánto le gustaba torturar niñas bonitas; y sentirse vivo en el instante en el que a ellas se les escapaba la vida –. ¡Céntrate! – se ordenó a sí mismo –. Las órdenes son claras, obtener el talismán y matarla; sin juegos.
Sin embargo, nunca había seguido las órdenes al pie de la letra. Siempre hacía las cosas a su manera, como él quería; y siempre salían bien. Así que… jugaría un poquito con Ralta.  
Sin previo aviso, Kiv le hizo un minúsculo corte en un dedo, del cual salió una gota de sangre.
Ralta sintió un escalofrío y un fuerte dolor que, desde el dedo se extendió por todo su cuerpo. Apenas era solo un pinchazo, cómo podía producirle semejante dolor. Intentó no gritar, pero su cara de sufrimiento le dio una enorme satisfacción a Kiv. Sin expresión en su rostro y con una voz fría le preguntó:
-Duele, ¿verdad?
Ralta no contestó. Dos lágrimas resbalaban por sus mejillas y soltó el grito de dolor que había estado reprimiendo.
-Lo bueno que tiene esta daga – continuó hablando impasible, sin preocuparse por Ralta – es que con un pequeño corte, con una pequeña herida, sufres tanto como yo quiera.
Ralta abrió mucho los ojos, sorprendida. ¿Acaso era eso posible? Como si adivinara lo que ella estaba pensando, él sonrió ligeramente.
-Te lo demostraré – dijo con un brillo de malicia en sus ojos verdes. Susurró una palabra con placer –. ¡Más!
El dolor que la chica sentía aumentó, le dolía mucho más que antes. El dedo le ardía tanto que comenzó a llorar; el dolor era insoportable. Con la mano con la que no sujetaba de las muñecas a Ralta le limpió con suavidad y delicadeza las lágrimas.
-Para – susurró el chico. La miró a los ojos, y ella a él, creando un contacto casi hipnótico.
-¿Qué tienen los ojos de esta chica…? ¿Qué tienen? – se preguntaba confundido, mientras los exploraba, pasando más allá de su color verde pálido. Quería saber qué era lo que le causaba esa extraña sensación. Una sensación extraña y desagradable a ratos, y cálida y encantadora en otros momentos. Nunca había sentido nada semejante –. Es como si me pidiera que… la protegiera.
Comenzó a acariciarle las mejillas, inconscientemente; sin reparar en la confusión que le estaba causando a Ralta. “¿Puede ser alguien tan cruel? Hacerme sufrir y luego… ¿Qué pretende? ¿Está jugando conmigo?”
Al darse cuenta de lo que estaba haciendo, la soltó de pronto, como si el tocarla le resultase repulsivo. Ralta cayó de bruces al suelo, ya que las piernas le temblaban del miedo que estaba pasando.
-Tengo que acabar con esto cuanto antes – se dijo Kiv, tenso.
Sin embargo, se sintió generoso y, mientras aparecía de nuevo la espada en su mano, le preguntó:
-¿Un último deseo antes de morir?
Ralta se estremeció de arriba abajo, inmóvil en el suelo, supo que se habían acabado los juegos del asesino. Cerró los ojos y pensó en como se había estremecido cuando él le había acariciado las mejillas, y no era miedo lo único que había sentido. Se maldijo por haber deseado que, al estar tan juntos, él la besara.
La voz fría de Kiv interrumpió sus insultos, diciéndole:
-Si es lo que quieres, lo tendrás – le dijo fríamente.
Ralta lo miró, más confusa y sorprendida.
-¿Me… me has leído el pensamiento?
-Sí, estás cerca de mí – le dijo quedamente, como si fuera algo obvio y ella una niña estúpida que no sabía nada.
Hizo desaparecer la espada de nuevo para tener la mano libre y tendérsela, ayudando a Ralta a levantarse del suelo. A la chica le temblaron las rodillas y estuvo a punto de caerse de nuevo al suelo cuando Kiv la agarró por los hombros, casi con violencia, para besarla con una intensidad que le hizo estremecerse de arriba abajo. Él avanzó hacia delante, empujándola contra la pared.
-Eres mía – le susurró al oído, con voz ronca en el segundo en que separó sus labios de los de ella.
Ralta sentía los labios finos y más fríos de lo normal de Kiv sobre los suyos, su respiración acalorada templando su rostro, y aquellas manos de asesino recorriéndole la cintura con demasiada avidez. Le gustaba el beso. No. En realidad no le gustaba. Le encantaba. Pero a la vez se sentía asustada, débil, atrapada. Temía a Kiv, y más sabiendo que aquello era lo último que iba a hacer en su vida. Aunque, sabiendo que era lo último, ¿por qué no disfrutar de la situación? Le enredó los dedos en el pelo, pegándose más a él; besándolo como nunca había besado a nadie.
Kiv no se dio cuenta de que se estaba dejando llevar demasiado, había perdido el control de sí mismo, y ya no quería parar hasta obtenerlo todo de ella. Aquella chica lo estaba volviendo loco. Ahora era ella quien le besaba, lo atraía hacia ella, agarrándolo de los mechones más largos de la parte de la nuca. Sintió como se le aceleraba el ritmo cardiaco. Tan acelerado… Sus manos se movían por el cuerpo de la chica y exploraba su mente, buscando acariciarla desde allí dentro, casi desesperado.
Ella lo notó totalmente fuera de control. Ya no era aquel pedazo de piedra insensible armado con una espada. Tal vez… podría escapar de él de alguna forma. Además, aquel beso estaba pasando a niveles a los que Ralta no quería llegar, al menos, no en aquellos momentos, ni con esa persona, ni en aquel lugar.
Sin embargo, no podía marcharse sin su talismán. Se dejó llevar por el beso salvaje de Kiv mientras su cerebro se esforzaba en saber dónde había guardado el joven su talismán. ¿Lo habría hecho desaparecer o…? 
-¡Se lo ha metido en el bolsillo! – recordó Ralta, triunfal –. Piensa, piensa, ¡piensa!
El instinto de supervivencia de Ralta se disparó para preguntarse qué podía hacer para conseguir recuperarlo. Decidió recuperar su dominio en el beso para poder controlar a Kiv mejor mientras deslizaba su mano hacia el bolsillo izquierdo del pantalón del chico, con la mayor sensualidad posible. Se sintió torpe y estúpida, pero aquella lentitud con la que se movía parecía excitar sobremanera a Kiv. Por fin le pareció tocar la cadena metálica de su colgante. Con solo tocarlo, Ralta sintió como la fuerza y la energía del talismán la inundaba.
También Kiv lo sintió. Dejó de besarla, enfurecido. Se miraron los dos, durante un instante. Sus labios se habían separado, pero no sus cuerpos. Ralta permanecía con sus dedos entrelazados con el pelo de Kiv y la mano en el bolsillo, agarrando el talismán. Las manos de él seguían aferrándola por la cintura, atrayéndola hacia su cuerpo.
-¡Haz algo! – se gritaron a sí mismos, los dos a la vez.
Esa vez, Ralta fue más rápida. El poder que le transmitía el talismán recorrió su cuerpo, llegando hasta la mano con la que sujetaba a Kiv por la nuca. La electricidad pasó por ella, atacando sin piedad al joven que se había llevado una mano a la espalda, buscando la daga que guardaba. Con un gruñido de dolor, cayó al suelo inconsciente. Al verlo inconsciente, Ralta respiró aliviada. Se agachó junto a él para mirarle el cuello, del que salía humo. Tenía una fea quemadura con la forma de su mano.
Ralta se mordió el labio, en parte preocupada, en parte aliviada. No podía permanecer más tiempo allí; Kiv podía volver en sí en cualquier momento.
Entonces...


Los pulmones de Furia le ardían y las rodillas se le golpeaban entre sí. Estaba agotada. Había llegado a un pasillo que parecía más habitable que el resto de los que había pasado, pero ninguna de las puertas que probaba a abrir estaba abierta.
Torció a la derecha y se encontró frente a frente con un par de sirvientas, que la miraron con una mezcla de susto y sorpresa.
-¡No digáis que me habéis visto! – les dijo, sin aliento, mientras pasaba a su lado como una exhalación.
Continuó corriendo hasta que tuvo que detenerse porque se encontraba muy mareada. “Pararé solo unos segundos a descansar”, se dijo, intentando recuperar el aliento. Sin embargo, apenas tuvo descanso
-¡Así que estás aquí! – exclamó Eclipse, triunfalmente. Ella también parecía estar agotada. Sudaba, resoplaba, y su delicado recogido se le había soltado, dejando libres sus salvajes rizos azabaches.
No perdió ni un segundo y lanzó un hechizo contra Furia. Para esquivarlo, la chica se tiró al suelo, incapaz de dar un solo paso más.
La reina, después de aquel hechizo, se había quedado pálida, y le costó un terrible esfuerzo volver a lanzarlo.
En aquella ocasión, Furia no iba a ser capaz de esquivarlo. Pero entonces…


La sala estaba parcialmente sumida en las tinieblas. La luz que iluminaba la zona en la que se veía procedía del techo. Era una sala inmensa, excavada bajo tierra, pero abierta al cielo por uno de sus extremos. Al fondo del lugar, se encontraba el foco del que procedía el calor que llevaban sintiendo.
Un dragón colosal de color negro con las púas del lomo y la cola de un tono dorado tenía fijados sus grandes ojos ambarinos puestos sobre ellos. Desplegó las alas y rugió, furioso. Sin embargo, la bestia no avanzó hacia ellos, ni intentó atacarlos.
Recorrieron la estancia con la vista, o al menos lo intentaron.
-Tary – musitó 600, señalando al techo, con lentitud.
La chica miró a donde el chaval señalaba y vio unas jaulas que colgaban del techo, sobre unos raíles que las acercaban al dragón. Dentro de la última de las jaulas se encontraba 601.
Se fijaron en que se podía llegar a las jaulas por unas escaleras de caracol que desembocaban en una estructura de madera que no parecía muy segura.
Comenzaron a planear cómo subir a rescatar al pequeño de allí mientras se recuperaban un poco de su carrera.
Por desgracia, el descanso no les duró mucho. Las puertas se abrieron de golpe, causando un ruido ensordecedor y que algunas piedras del techo se desprendieran. La entrada se llenó de polvo durante unos instantes, pero después, de entre las nubes surgió la esquelética figura de Shina.
-¡600, corre! – le gritó Tary al chico –. Yo me ocupo de ella.
Él no se lo pensó dos veces y salió disparado hacia las escaleras, dispuesto a sacar a su hermano de aquella jaula.
Mientras tanto, Tary sentía que usaba de verdad sus poderes. Con el viento desviaba los ataques de la bruja, aunque también tenía que saltar de un lado a otro y agacharse para evitar los envites.
Tras el último de los poderosos ataques de Shina, Tary tuvo la certeza de que algo raro pasaba. Y, efectivamente, pasó.

Un rayo de luz, limpia y pura, las buscó y las atrapó, rodeándolas con cariño y calidez para arrastrarlas hacía su verdadero mundo. Sacó a Ralta de aquella habitación en la que se encontraba con el asesino inconsciente; alejó a Furia del ataque de Eclispe; y abrazó a Tary, dispuesta a llevársela muy lejos de aquella bruja.
Pero Shina conocía aquella clase de magia, y no iba a dejar que se llevase a su rival. Murmuró las palabras del hechizo correspondiente, y este se enredó en los pies de Tary, ascendiendo hasta sus muñecas.
La chica sentía como aquel hechizo que manaba oscuridad impedía que la luz la sacara de allí. Atrapada, alzó una mano hacia el techo e hizo volar a los dos hermanos hasta la abertura que los llevaría al exterior, a salvo.
Shina soltó una maldición. Si intentaba evitar que los chiquillos salieran volando de allí, la luz se llevaría a Tary.
-La chica es más importante – se dijo.
600 y 601 quedaron a salvo y la luz finalmente se retiró del lugar, sin llevarse a Tary con sus amigas. Dejándola sola y atrapada en Go.

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